El siervo y su servicio

Don y servicio

Cada cristiano posee un don, como lo muestra 1 Corintios 12, según lo que Dios le confió. Notemos que se trata de un don. Dios lo pone entre nuestras manos para que lo administremos fielmente. En su gracia ilimitada nos lo da, por eso es llamado don de gracia. No lo podemos adquirir por nuestros propios medios, sino sólo lo recibimos con agradecimiento. Tampoco tenemos algún motivo para enorgullecernos, ya que se trata de un don divino. “Por qué te glorías como si no lo hubieras recibido” (1 Corintios 4:7).

Ese don tiene como meta el ser empleado de buena manera, y no para sí mismo, para ser abandonado ni para esconderlo (compárese Mateo 25:25). Así, cada cristiano tiene un servicio que el Señor de la siega le confió, y debe cumplirlo con el don que le dio. El uno corresponde al otro, según la sabiduría divina. Cuando el Señor confía un servicio —pequeño o grande— a uno de los suyos, no deja de darle el don necesario para cumplirlo.

Recoger y dar de nuevo

Antes de poder transmitir algo de la plenitud de la Palabra de Dios, en primer lugar tenemos que:

  • recoger cada día, como lo hacían los Israelitas con el maná durante su viaje en el desierto (Éxodo 16:15-31);
  • comer y dejar de sobra (compárese con Rut 2:14,18), es decir comer de lo que recogimos y transmitir algo a los demás;
  • entrar a poseer el país (Josué 1:11), como Israel tenía que hacerlo, antes de poder mostrar a otros su hermosura, es decir antes de poder describir las bendiciones espirituales de los lugares celestiales;
  • “comprar la verdad” (Proverbios 23:23), es decir apropiárnosla personalmente —pagar el precio— leyendo la Biblia, meditándola, recibiéndola por la fe, inclinándonos delante de ella y viviéndola prácticamente.

Solamente así estaremos en condiciones de hacer apreciar a otros las verdades de la Palabra de Dios.

Tanto en la vida espiritual como en las cosas materiales, no podemos gastar más de lo que recogemos sin que ocasione, tarde o temprano, la consecuencia fatal de una quiebra. Esto explica que algunos creyentes, habiendo empezado bien, repentinamente disminuyen su celo y poco a poco renuncian a lo que habían creído un día, llegando hasta rechazarlo. Lo que reconocieron una vez como siendo de Dios, hoy no tiene más valor para ellos. De lo que antes anunciaron, ahora se burlan. Gastaron más de lo que recogieron en la Palabra de Dios. Acumularon libros en vez de leerlos. Leyeron y aprendieron de memoria, en lugar de apropiarse la verdad; o repitieron lo que oyeron, sin que su conciencia fuese tocada. Esto no puede ir lejos; no hay que extrañarse de las consecuencias.

Una medida que no hay que sobrepasar

Dios es un Dios de medida (2 Corintios 10:13). Midió todo, tanto el don que nos confió como el servicio que corresponde. Nunca exige demasiado de sus siervos. Por eso es importante que conozcamos y aceptemos nuestra medida, y que no la sobrepasemos bajo la presión de las circunstancias o por un celo desbordante. Si fuese así, no viviríamos más según la voluntad de Dios. Nos sobrecargaríamos trayendo consecuencias nefastas al pasar el tiempo. Hacer demasiado se torna tan peligroso como no hacer nada.

Podemos aprender de Pablo a no traspasar la esfera de acción que nos fue determinada. El apóstol tenía cuidado de no penetrar en el campo de actividad de los demás ni de descuidar el suyo (2 Corintios 10:13-16). Cumplía su tarea y esperaba que los demás hicieran lo mismo. Es así como escribe en su carta a los Colosenses: “Decid a Arquipo: Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (4:17). Igualmente anima a Apolos a ir a Corinto, pero le deja tomar la decisión (1 Corintios 16:12). Pablo trabajaba mucho, pero comprendía que no podía y no debía hacer todo. A veces también el Señor tuvo que impedirle hacer un viaje, para que no haga demasiado.

Ya el Señor dijo a sus discípulos: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco” (Marcos 6:31). Quería preservarlos de la sobreocupación. Luego, cuando las muchedumbres quedaron hasta una hora avanzada —lo que molestaba a sus discípulos— dijeron al maestro: “Despídelos”. Entonces debió recordarles su responsabilidad diciéndoles: “Dadles vosotros de comer” (v. 36-37). No les permitió evadirse.

Ser fiel en lo pequeño

En general, el servicio comienza siendo pequeño, y aumenta más tarde. Lo mismo ocurre para la esfera de actividad. Su amplitud aumenta —si es la voluntad de Dios— según la fidelidad con la cual cumplimos nuestra tarea. Nunca deberíamos forzar ni precipitarnos en servicios que el Señor no nos atribuyó.

Sin embargo, el principio permanece: “A cualquiera que tiene, se le dará” (Mateo 13:12). Es normal que haya un crecimiento, un progreso.

A menudo sucede esto: Cuanto más tiempo nos afanemos en tener más tareas en el servicio, más el Señor nos hará esperar. Más tarde, cuando pensamos estar bastante cargados, puede suceder que nos pida más. En primer lugar quiere preservarnos del orgullo, del pensamiento de que somos capaces. Nos es necesario cultivar la actitud de corazón que expresan estas palabras: “Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17:10). El Señor quiere enseñarnos también a no hablar por nosotros mismos, sino por el Espíritu de Dios que mora en nosotros. Así no se tratará de nuestra propia fuerza sino de la suya.

Recompensa a la fidelidad

Lo que recibimos, no es sólo el don, el servicio que cumplir, el crecimiento espiritual y la esfera de actividad, sino también la recompensa por el fiel cumplimiento de nuestra tarea. Ante el tribunal de Cristo, ni la grandeza del don, ni la importancia del servicio, ni aun la madurez espiritual o la extensión de la esfera de trabajo no serán recompensados, sino únicamente la fidelidad que habremos manifestado día tras día.

Esta recompensa será otorgada por Aquel que dijo: “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45). ¿Quién sirvió fielmente como él?