Los últimos capítulos del Apocalipsis y la nueva Jerusalén

Apocalipsis 19 – Apocalipsis 20 – Apocalipsis 21 – Apocalipsis 22

 

Los cuatro últimos capítulos del libro del Apocalipsis contemplan los grandes temas de la profecía:

  • primero, en orden cronológico, los acontecimientos se despliegan hasta el cumplimiento final de los planes de Dios para con los hombres, lo que se llama «el estado eterno», en los nuevos cielos y la nueva tierra,
  • luego, retrocediendo en el tiempo, tenemos la descripción detallada de la nueva Jerusalén durante el milenio.

Capítulo 19

Este capítulo describe la última fase de los juicios de Dios sobre el mundo hasta el advenimiento del reino de mil años.

Después del juicio de Dios sobre el sistema de un mundo religioso sin vida, llamado “Babilonia... la gran ramera”, en el capítulo 18, asistimos a la alabanza que llena el cielo y al homenaje rendido a Aquel de quien los juicios “son verdaderos y justos” (19: 1-5).

Luego viene una escena de profundo gozo y gloria, las bodas del Cordero (v. 6-10). La esposa, la Iglesia glorificada, es presentada a su divino Esposo, vestida de los vestidos de justicia con los cuales la ha adornado. “A ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (v. 8). Es todo lo que Su gracia habrá producido en los corazones. Se la presenta a sí mismo, “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:27). Las bodas del Cordero se celebran en el cielo. La esposa está unida a su Esposo por la eternidad, y los redimidos bienaventurados son convidados a la cena de las bodas: son los creyentes de las demás dispensaciones (o épocas).

En el párrafo siguiente (v. 11-16), el Señor de gloria interviene con su poder y su autoridad, tal como se presenta cuando entra en su reino. Los nombres que lleva expresan el conjunto de sus glorias, tales como se nos presentan en otros pasajes de las Escrituras.

  • Primero, se llama “Fiel y Verdadero”. Con este carácter de “testigo fiel y verdadero” anduvo en la tierra, como hombre (véase Apocalipsis 3:14), en contraste con la Iglesia responsable.
  • “Había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo”.

Nombre del Amor insondable,
Del Cordero, el Dios redentor,
Del Cristo, el Fuerte, el Admirable,
De un mundo reo el Salvador.

  • Se agrega: “Su nombre es: El verbo de Dios”. Como nos lo revela el evangelio de Juan, Él es el Verbo de Dios, el Verbo hecho carne.
  • Al fin, se nos dice: “En su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores”. El Mesías, el rey que antaño había sido rechazado por Israel, recibe ahora el dominio universal (véase Salmo 8:5-6; Hebreos 2:7-8).

El final del capítulo (v. 17-21) describe la victoria absoluta de Cristo sobre sus enemigos y sobre los de su pueblo: La bestia y el falso profeta —el jefe del Imperio romano reconstituido y el Anticristo, respectivamente— son definitivamente vencidos y su fin es el lago de fuego.

Capítulo 20

Este capítulo nos presenta el establecimiento y el fin del Milenio; luego, la escena solemne del gran trono blanco. Las bendiciones del reino de justicia y de paz en la tierra, abundantemente descritas en las profecías del Antiguo Testamento, no están mencionadas aquí, ya que el carácter del libro del Apocalipsis es judicial.

Primero, el diablo es atado por mil años (v. 1-3). Durante este período, no puede seducir más a los hombres.

Después se presentan los que tienen “parte en la primera resurrección” (v. 4-6). Se trata de los creyentes que resucitan en la venida del Señor, a los cuales se agregan los mártires de las tribulaciones apocalípticas. Su resurrección les permite tener parte en el reino del Mesías, y se dice de ellos que serán “sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”. Forman parte de la esfera celestial del reino.

El párrafo siguiente (v. 7-10) describe el corto período que seguirá, en el cual Satanás “será suelto de su prisión”. “Saldrá a engañar a las naciones”. Por última vez, toda la humanidad será puesta a prueba con el propósito de separar a los fieles de los que le dijeron “lisonjas serviles” al Señor (Salmo 18:44, VM). Está escrito que durante el reino de mil años todos los impíos, los rebeldes, serán destruidos, exterminados “de mañana” (Salmo 101:8). Sin embargo, también estarán los que se someterán por temor, servilmente, sin convicción, amor ni fe. Es preciso que el secreto de su corazón sea manifestado antes que tenga lugar el juicio final.

El final del capítulo, la escena del gran trono blanco (v. 11-15), marca el fin de los tiempos proféticos según el orden cronológico. La tierra y el cielo huyen del que está sentado en el trono “y ningún lugar se encontró para ellos” (v. 11). Es el cumplimiento de lo que dice el apóstol Pedro: “Los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos” (2 Pedro 3:7). El Señor efectúa entonces una segunda resurrección de los muertos, “grandes y pequeños”, de todos los que no tuvieron parte en la primera resurrección, de todos los que no están inscritos en el libro de la vida del Cordero. Son los pecadores que rechazaron la gracia, que menospreciaron la bondad de Dios que los llamaba al arrepentimiento, que no “recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (Romanos 2:4; 2 Tesalonicenses 2:10). Serán juzgados “por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras”, y lanzados al lago de fuego. “Esta es la muerte segunda” (v. 12-15). ¡Qué suerte tan terrible!

Capítulo 21:1- 8

Este capítulo empieza por la siguiente declaración del profeta: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”. Nos introduce en la eternidad de bendición que se resume con estas palabras: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres” (v. 3). Hasta el versículo 8, el Espíritu de Dios nos da una descripción al mismo tiempo concisa y completa de lo que es el estado eterno, hasta donde nuestra limitada mente es capaz de comprender actualmente. En relación con este tema, el apóstol Pedro escribe: “Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13).

“He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”, dice el Señor (v. 5). Las primeras cosas pasaron y están completamente olvidadas. “El mar ya no existía más” (v. 1); ya no habrá turbación ni confusión, sino una paz perfecta. “Ya no habrá muerte” (v. 4). No habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, sino gozo eterno. La bendición será al mismo tiempo colectiva e individual. Por una parte, Dios morará con los hombres “y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (v. 3), y, por otra, “el que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo” (v. 7). ¡Qué plenitud de comunión y de bendición!

La nueva Jerusalén, que descendía del cielo (capítulo 21:9 - 22:5)

Después de haber presentado el estado eterno, el inspirado escritor vuelve atrás en el tiempo profético, para hablarnos de la nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, durante el reino de mil años. Es una imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, unida a su divino esposo en el cielo.

Uno de los siete ángeles que había ejecutado las siete últimas plagas del juicio de Dios sobre la tierra lleva al apóstol Juan en el Espíritu “a un monte grande y alto” (v. 10). Esto nos traslada al principio del capítulo 17, donde el ángel lleva al profeta “al desierto” para mostrarle la sentencia contra la gran Babilonia. La escena del juicio de este mundo, y en particular de la gran ramera, es “el desierto”, un mundo corrompido, sin vida, enemigo de Dios. En contraste, el lugar de la visión celestial es un monte grande y alto, desde el cual Juan puede entrever “la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios”. De ella el ángel dijo: “Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero”. Las bodas fueron celebradas en el cielo y ahora la Iglesia lleva este título maravilloso: “la esposa del Cordero”.

La nueva Jerusalén que desciende del cielo representa, pues, a la Iglesia unida a su Señor, y el Espíritu de Dios nos describe sus caracteres: es santa, su origen es del cielo, viene de Dios, y tiene su gloria. Hoy en día ya somos santos, en cuanto a nuestro verdadero estado frente a Dios, estamos en los lugares celestiales con Cristo, somos hechos participantes de la naturaleza divina. Manifestemos en nuestra vida práctica, de todo corazón, los caracteres que corresponden a lo que Dios hizo de nosotros y que pronto realizará en perfección.

El fulgor de la ciudad (o la luz que refleja) es “semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal” (v. 11). Esta piedra, al mismo tiempo opaca y brillante, refleja la luz más pura. Nos habla del resplandor divino de Cristo glorificado, de Cristo que es la imagen de Dios (2 Corintios 4:4). Todo lo que caracterizará a la Iglesia en el cielo provendrá del Señor mismo. Podrá reflejar solamente Su gloria y Su hermosura.

Desde ahora somos exhortados a resplandecer “como luminares en el mundo, asidos de la palabra de vida” en medio de una generación maligna y perversa (Filipenses 2:15-16). El Señor dice a los suyos: “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14).

La nueva Jerusalén está circundada por “un muro grande y alto” (v. 12), que nos habla de la separación absoluta de todo lo que es contrario a la naturaleza divina. Pero también tiene doce puertas. En la Biblia, las puertas son un símbolo de la autoridad que se ejerce para la administración de la ciudad. Antes, los magistrados estaban sentados a la puerta. Aquí, hay un ángel parado en cada puerta. El mundo venidero no será sujetado a los ángeles, sino al Hijo del hombre y a sus santos. Los ángeles están aquí como siervos para la gloria de Dios y para la bendición particular de Israel. Los nombres de las doce tribus de Israel figuran en las doce puertas. Esto nos recuerda que Dios moraba en el tabernáculo en el desierto, en medio de las doce tribus, que en su campamento estaban distribuidas de tres en tres, hacia los cuatro puntos cardinales (v. 13).

El número doce es el de la perfección en la administración. El muro de la ciudad también tiene doce cimientos que llevan sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero (v. 14). Los apóstoles transmitieron fielmente la enseñanza divina, y fuimos “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20). Jesucristo es el único fundamento, la cabeza del ángulo, sobre la cual las piedras vivas, los creyentes, son edificados para ser un templo santo, para morada de Dios en el Espíritu. Sin embargo, en cuanto a la doctrina y la enseñanza, los apóstoles desarrollaron las verdades respecto de la Asamblea, la Iglesia y su destino celestial.

El párrafo siguiente describe las dimensiones de la ciudad, que el ángel mide con “una caña de medir, de oro” (v. 15-17). Todo lo que caracteriza la santa ciudad es perfecto y su medida está divinamente establecida. Se habla aquí de “medida de hombre, la cual es de ángel”. Los hombres y los ángeles son criaturas benditas que, en su medida, podrán descubrir la sabiduría y el propósito de Dios en cuanto a la iglesia.

La ciudad es perfectamente cuadrada, y hasta su longitud, anchura y altura son iguales. Notemos que no se trata de profundidad. Las dimensiones del amor de Dios en Cristo, tal como se menciona en Efesios 3:18, incluían también la profundidad, a fin de referir la humillación de nuestro Salvador que se despojó a sí mismo y se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, para sacarnos de la profunda miseria en la cual estábamos. Pero, en la santa ciudad, ya se trata sólo de la longitud (una felicidad eterna en su duración), de la anchura (una bendición que se extiende a todos los redimidos del Señor, de todas las lenguas, pueblos y naciones) y de la altura (una elevación celestial en la presencia de Dios).

Sigue luego una descripción detallada, llena de instrucción, de los materiales que constituyen la Jerusalén celestial (v. 18). El muro es de jaspe, iluminado como desde adentro por la gloria de Cristo. La ciudad misma, y su calle (véase v. 21), son de oro puro, semejante al vidrio limpio. En ese lugar, donde nada interrumpe ya nuestra comunión con el Señor, no hay más riesgo de manchas que requieran el lavamiento de los pies. Los doce cimientos del muro están adornados con doce piedras preciosas, las cuales nos hablan de las glorias morales de nuestro Señor (v. 19-20). Cada piedra representa una cualidad particular, una gloria de Jesús en su vida y en su obra. También son el reflejo de la hermosura moral de Cristo en los suyos. Recordemos que las piedras preciosas adornaban el pectoral en el cual el sumo sacerdote, figura de Cristo, llevaba los nombres grabados de las doce tribus de Israel sobre su corazón (Éxodo 28).

Cada una de las doce puertas se describe como una perla (v. 21). Desde cualquier ángulo que uno la mire, una perla refleja magníficamente la luz. La santa ciudad estará administrada en la sola luz de Aquel que es la Palabra de Dios.

Otra característica de la ciudad es que no tiene templo (v. 22). El templo era el santuario de la presencia de Dios en medio de su pueblo, pero el velo marcaba una separación infranqueable para el israelita del pueblo. En la nueva Jerusalén ya no hay obstáculo. Dios mismo y el Cordero son su templo. La presencia divina es una plena realidad y se goza de la comunión con Dios en perfección. Igualmente, la ciudad no tiene necesitad de sol ni de luna, “porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (v. 23). Y esta luz, ya no más empañada por la debilidad humana, resplandece sobre las naciones en la tierra milenaria. Las puertas de la ciudad ya no se cerrarán, “pues allí no habrá noche” (v. 25). En efecto, la luz no cesará de brillar en la ciudad celestial, y sólo podrán entrar en ella seres glorificados y perfectos. Las puertas estarán abiertas de par en par para “los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (v. 27).

La mención de las “naciones” y de los “reyes de la tierra” (v. 24, 26) demuestra claramente que la ciudad es vista aquí durante el milenio, a pesar de que permanece igual en el estado eterno.

Al principio del capítulo 22, sigue la descripción de la ciudad: un río limpio de agua de vida sale del trono de Dios y del Cordero (v. 1). La presencia divina en medio de la Jerusalén celestial produce una bendición maravillosa e inagotable que se derrama sobre toda la tierra milenaria para saciar la sed espiritual de los hombres y para la sanidad de las naciones (v. 2). “Y no habrá más maldición” (v. 3). Sólo la presencia del Señor en el cielo y en la tierra puede ser la fuente de una bendición infinita.

Otra vez, el inspirado escritor insiste en la divina presencia que será el centro de la ciudad: “El trono de Dios y del Cordero estará en ella; y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes… y reinarán por los siglos de los siglos” (v. 3-5). Los creyentes estarán en un estado de perfección que les permitirá servir al Rey de reyes y contemplar cara a cara su maravilloso rostro, ya no oscuramente como es el caso hoy día (1 Corintios 13:12). También podrán reflejar algo de su gloria y reinar con él. El apóstol Pablo habla de esto a Timoteo: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). Hoy, aún no es el tiempo de reinar, sino más bien de sufrir con Cristo y de seguir las huellas de un Salvador menospreciado y rechazado por los hombres (véase 1 Corintios 4:8). Sin embargo, llegará el día en el cual, asociados a Cristo, “los santos han de juzgar al mundo”, y hasta “a los ángeles” (1 Corintios 6:2-3).

Notemos aún que, en esta descripción de la Jerusalén celestial, el Cordero es mencionado siete veces.

Se habla primeramente de la santa ciudad como “la esposa del Cordero” (21:9). Éste es su título de gloria, su más elevada distinción. Luego son mencionados los doce apóstoles del Cordero que pusieron los fundamentos de la fe cristiana (v. 14). En tercer lugar, Dios mismo y el Cordero son el templo de la ciudad (v. 22). La presencia y la proximidad de Dios y del Cordero son el gozo de los que moran en ella. En cuarto lugar, la única fuente de luz de la ciudad obedece al hecho de que “el Cordero es su lumbrera” (v. 23). En quinto lugar, el acceso a la ciudad está reservado a aquellos cuyos nombres están inscritos en el libro de la vida del Cordero (v. 27). En sexto lugar, del trono de Dios y del Cordero brota el río limpio de agua de vida, que llevará a todos el agua que apaga la sed para siempre (22:1). Por fin, en séptimo lugar, el trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad (v. 3).

Este título de gloria que llevará Jesús en el cielo recordará para siempre a nuestros corazones su sacrificio cruento y su amor infinito que llenará la eternidad.

Final del capítulo 22

Los versículos que siguen, introducidos por estas palabras: “Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas” (v. 6), forman la conclusión del libro, y también de la Biblia entera. Nos colocan frente a Aquel mismo que da testimonio de estas cosas y nos recuerdan su preciosa promesa: “Vengo pronto” y “Vengo en breve” (v. 7, 12, 20). Resumen toda la esperanza cristiana y sus consecuencias prácticas para la vida del creyente de la época actual, la de la gracia ofrecida a todos: “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (v. 14).