El Cordero de Dios

1 Pedro 1:18-20

Fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha (sin defecto, VM) y sin contaminación,
ya destinado desde antes de la fundación del mundo,
pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros.”

(1 Pedro 1:18-20)

En este pasaje, el Espíritu de Dios nos lleva a la eternidad pasada para revelar la maravillosa historia del Cordero. Cristo, como cordero de Dios, no fue una ocurrencia tardía en los pensamientos de Dios; era el “cordero… ya destinado desde antes de la fundación del mundo”.

En Génesis 4:1-4

Apenas el pecado entró en el mundo, empezó la historia del Cordero en el tiempo. Abel, a pesar de estar muerto desde hace miles de años, aún habla hoy en día de la necesidad del sacrificio del Cordero. Al ofrecer a Dios los primogénitos de sus ovejas, reveló la primera gran verdad que todo pecador que viene a Dios debe aprender: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22).

En Génesis 22

Abraham sigue con la historia del Cordero en aquella maravillosa escena en la cual su fe es puesta a prueba (Génesis 22). Dios, en cierta forma, dice: Voy a manifestar la fe de Abraham que ya he visto desde hace mucho tiempo en su corazón; ha sido justificado delante de mí por la fe, ahora ha de ser justificado por las obras, las que van a demostrar la autenticidad de su fe (véase Santiago 2:21). Nunca nadie fue probado tanto como Abraham. Job fue probado por la pérdida de sus hijos, de sus bienes y de su salud, pero la prueba de Abraham fue más profunda. Job tuvo que sufrir una pérdida; a Abraham se le demandó ofrecer un sacrificio. La prueba de Job fue una sumisión pasiva; la de Abraham, una obediencia activa. Y la demanda fue muy alta: “Toma… tu hijo”. Y la espada traspasa aún más profundamente su alma, porque debe ser “tu único”. Debe ser “Isaac”, aquel en quien descansan todas las promesas. Debe ser aquel “a quien amas” (Génesis 22:2).

Sin embargo, hay algo más que la prueba de la fe de Abraham en esta escena maravillosa. Por muy precioso que sea esto, aquí hay algo aún más precioso, más instructivo, importante y conmovedor. En este relato se esconde otro, infinitamente más maravilloso: el del Padre y del Hijo, de Dios y del Cordero, de Cristo y de la cruz.

Abel nos enseña que debe haber un cordero para el sacrificio; Isaac pregunta: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?”. Y Abraham da la única respuesta posible: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto”. Ningún cordero proporcionado por el hombre podrá satisfacer las exigencias de la santidad de Dios o responder al pecado del hombre. Dios deberá proveer al Cordero.

En Éxodo 12

La historia del Cordero prosigue en la época de Moisés, en la institución de la Pascua. Allí aprendemos cuál es la naturaleza de Aquel que solo puede satisfacer las exigencias de Dios. El Cordero del cual Dios se proveerá será una víctima santa, sin contaminación, un cordero “sin defecto” (v. 5).

En Isaías 53

En lo que se refiere al Antiguo Testamento, Isaías completa esta historia. Nos revela la manera en que el Cordero de Dios cumplirá su obra. Será una víctima sumisa, dócil. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (v. 7).

En Juan 1

Al llegar al Nuevo Testamento, dejamos atrás las sombras, las figuras y las profecías y nos hallamos en presencia de Aquel que constituye “el cuerpo” mismo que proyecta la “sombra” (Colosenses 2:17).

Juan el Bautista es quien da comienzo a la historia del Cordero. Abraham había dicho: “Dios se proveerá de cordero” (Génesis 22:8). Juan, “mirando a Jesús que andaba por allí”, contesta: “He aquí el Cordero de Dios”. El pedido dirigido a Abraham: “Toma… tu hijo” evocaba el sacrificio del “Hijo de Dios” (Juan 1:34-36). Dios le había dicho a Abraham: “tu único”, y ahora oímos al Espíritu de Dios dando testimonio de que Jesús es “el unigénito Hijo” (1:18). Abraham había tenido que ofrecer en sacrificio a Isaac, al hijo de la promesa, y el evangelio nos dice que Jesús es “el Mesías”, “el Cristo” (1:41), aquel en quien se cumplen todas las promesas, “porque todas las promesas de Dios son en él , y en él Amén” (2 Corintios 1:20). Finalmente, así como se le había pedido a Abraham: “Toma… tu hijo… a quien amas”, así también Jesús se presenta como el Hijo “que está en el seno del Padre” (Juan 1:18).

En Hechos 8 y en 1 Pedro 1

Felipe el evangelista halla al eunuco leyendo la notable profecía de Isaías: “Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca”. “Y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (Hechos 8:32, 35). Pedro nos recuerda que somos redimidos “con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19).

En Apocalipsis 5

El apóstol Juan sigue con la historia del Cordero en el Apocalipsis. En el capítulo 5, nos presenta al Cordero en sus glorias. Dejando atrás la tierra, Juan es llevado al cielo en el Espíritu. Allí ve un libro sellado en la mano derecha de Dios (v. 1). Es un libro del juicio y también de las bendiciones que traerá el juicio. Pero ¿quién puede abrir el libro? Si nadie puede abrirlo, ¿cómo podrán tener lugar los juicios? ¿Cómo podrá alcanzarse la bendición? ¿Cómo podrá ser puesto de lado el mal e introducidas las glorias del reino? “¿Quién es digno de abrir el libro…?” He aquí la pregunta dirigida a todo el cielo.

Ahora pues, no se halló a nadie en el cielo, digno de abrir el libro. Sin embargo, en el cumplimiento futuro de esta escena profética, los redimidos de todos los tiempos estarán congregados alrededor del Cordero. Entre ellos se hallarán también hombres notables, tales como Enoc, quien caminó con Dios, Abraham, quien hablaba con Dios, Moisés, quien fue sepultado por Dios, y Elías, quien fue arrebatado por Dios; todos estarán allí, pero ninguno será digno de abrir el libro. Y si ninguno será hallado en el cielo, no es de extrañarse que ninguno sea hallado en la tierra, ni mucho menos debajo de la tierra.

Entonces Juan llora mucho. Pero uno de los ancianos le dice: “No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro” (v. 5). Juan se vuelve ahora hacia el trono, contando con que ve al león, el vencedor de todo. Ve “que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado” (v. 6). El “León” que ha vencido, ¡no es otro que el “Cordero” que fue inmolado!

En la tierra, Juan había oído las palabras: “He aquí el Cordero de Dios”. Había seguido al Cordero en su humillación. Estuvo al pie de la cruz y había sido testigo de los sufrimientos de Jesús. Había visto cómo los hombres habían perforado sus manos y sus pies al clavarlo en la cruz. Había visto a Jesús resucitado, en la noche del día de la resurrección cuando estuvo en medio de sus discípulos y les había mostrado las marcas de sus heridas en sus manos y en su costado.

Y ahora, llevado en el Espíritu al cielo, ve, rodeado por la multitud de los redimidos, en medio de millones de millones de ángeles, en el mismo centro de la gloria celestial, “que en medio del trono… estaba en pie un Cordero como inmolado”. Ve al Cordero en sus glorias: Jesús, con la señal de las heridas en sus manos y sus pies, el único hombre que durante toda la gloria eterna llevará las huellas de los sufrimientos que padeció en la tierra.

Mientras contempla esta escena, Juan oye cómo estalla el canto de la multitud de los redimidos —el nuevo cántico— el cántico del Cordero: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (v. 9).

Los ángeles no pueden cantar este cántico, pero no pueden callarse mientras se canta; por lo que Juan oye estallar la alabanza de muchos ángeles alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (v. 12).

Y tampoco la tierra puede permanecer en silencio mientras el cielo proclama las glorias del Cordero. Juan oye a todo lo creado que está en el cielo y en la tierra unidos para dirigir un himno a Dios y al Cordero: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (v. 13). Los cuatro seres vivientes dicen su «Amén» a esta triple explosión de alabanzas, y todos los santos, todos los que fueron redimidos con la sangre del Cordero, se postraron sobre sus rostros y le adoraron.

En Apocalipsis 6 y siguientes

Aquí aparecen otras glorias del Cordero. La escena se traslada del cielo a la tierra, y se nos concede ver al Cordero en su poder y su ira, ejerciendo el juicio. El Señor Jesús ha redimido a los creyentes con su sangre, y ahora está redimiendo la herencia por su poder. El Cordero es quien abre los sellos, y en seguida comienza el juicio (6:1). Ante la ira del Cordero, las naciones claman con terror (v. 16). Bajo el mando de la bestia, las naciones hacen guerra contra el Cordero. Pero son vencidas y pueden constatar que el Cordero de Dios —Aquel que fue rechazado, clavado en una cruz y coronado con espinas— es Señor de señores y Rey de reyes (17:14).

En Apocalipsis 19

La escena cambia otra vez de lugar; se traslada de la tierra al cielo, y podemos ver nuevas glorias del Cordero. En la tierra, el indigno sistema que llevó por tanto tiempo el nombre del Cordero, y que asimismo negó Sus caracteres, por fin fue juzgado y el cielo se alegra de su destrucción. Sin embargo, la destrucción de la falsa Iglesia en la tierra da paso a la presentación de la verdadera Iglesia a Cristo en la gloria. El juicio de la gran ramera conduce a las bodas del Cordero. En esta escena maravillosa vemos a la desposada, la esposa del Cordero (v. 7; véase 21:9), las bodas del Cordero (v. 7) y la cena de las bodas del Cordero (v. 9).

La esposa representa a la Iglesia como objeto del amor íntimo de Cristo. La amó, y se entregó a sí mismo por ella. La sustenta y la cuida con su más tierno amor durante todos los días de su peregrinaje sobre esta tierra. La Iglesia puede estar débil, desfalleciente, perseguida y dispersada, pero nunca ha cesado de ser el objeto de su amor y de sus afectos. Cristo llevó a su Iglesia a través de las aguas, de las llamas y de la persecución, con vistas al gran día de las bodas; porque el noviazgo, por muy grandes que sean los afectos, no satisfará enteramente los corazones. La intimidad del amor entre el Cordero y su novia es preciosa, pero el amor no está satisfecho sin la posesión de su objeto amado. El apóstol Pablo dice: “Os he desposado con un solo esposo”, pero ¿con qué propósito?; “para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Corintios 11:2). El amor, que ha tenido paciencia para con la Iglesia durante su paso por este mundo, que la santificó y purificó, siempre ha tenido en vista las bodas del Cordero. Jesús, “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). Amó a la Iglesia, se entregó a sí mismo por ella, santificándola y purificándola, a fin de presentársela a sí mismo “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante” (Efesios 5:25-27). Y cuando las bodas tengan lugar, entonces también tendrá lugar la cena de las bodas. Si las bodas hablan de la posesión del objeto del amor, la cena de las bodas habla del gozo con el cual el cielo celebrará las bodas del Cordero.

En Apocalipsis 21 y 22

Aún queda una escena, y otra vez más el hilo de la historia se desarrolla en la tierra, para presentar aún otras glorias del Cordero. En el cielo hemos visto las bodas del Cordero; no obstante, al Cordero no le basta la posesión de su esposa, quiere presentarla al mundo. Juan es llevado a un monte grande y alto para ver “la desposada, la esposa del Cordero” (21:9). Sin embargo, lo que ve efectivamente es “la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios” (v. 2). Sin duda, este es un cuadro de la Iglesia presentada en gloria, pero sobre todo de la gloria del Cordero manifestada en la Iglesia, porque por encima y más allá de las glorias de la ciudad, Juan ve las glorias del Cordero.

Habla de su muro grande y alto, de sus puertas de perlas, de su calle de oro puro y de sus cimientos adornados con toda piedra preciosa, y todo esto es extremadamente hermoso. Y si preguntamos: ¿Esto es todo? Juan podría contestar: ¡Oh no! puedo decirles más, puedo hablar de varias cosas que no se hallan en ella; no he visto allí ni templo, ni sol, ni luna, ni noche; no he visto allí ninguna cosa inmunda, ni maldición alguna.

Y si le preguntamos si no hay otra cosa más que relatarnos, Juan podría decir: Claro, porque en medio de todas las glorias y por encima de todas las glorias de esta ciudad celestial he visto al Cordero. Aquel a quien hemos conocido muy bien en los días de su peregrinaje por este mundo, el que caminó con nosotros, habló con nosotros y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad, aquel que compartió con nosotros nuestra pobreza, que soportó pacientemente nuestra debilidad, que lloró con nosotros en nuestra aflicción, aquel que nos amó y que se entregó a sí mismo por nosotros: es aquel a quien he visto en medio de la ciudad, ya que “el Cordero es su lumbrera” (v. 23). ¿Cómo podrían desplegar su belleza el oro, las perlas y las piedras preciosas sin su luz?

Las glorias de la ciudad pueden cautivar nuestros pensamientos, y la ausencia de todo mal satisfacer nuestra conciencia, pero solo la presencia del Cordero satisfará nuestros afectos y hará que cada creyente se sienta en casa en medio de estas glorias celestiales. Veremos las glorias de la ciudad, veremos el río limpio de agua de vida y el árbol de la vida, pero ante todo veremos al Cordero, veremos su rostro y su nombre estará en nuestras frentes (22:4).