Un Evangelio para vivir

Romanos

Los primeros capítulos de esta epístola presentan las verdades que son vitales para un pecador. Contestan la temida pregunta que, expresada o no, pesa sobre el espíritu de los hombres: ¿Cómo comparecer ante Dios? Porque Dios es justo, y nosotros injustos: “No hay justo, ni aun uno”, dicen las Escrituras (Romanos 3:10). ¿Qué habría que haber hecho para ser justo? Habría que haber sido fiel en todas las relaciones que se han tenido y mantenido; habría que haber cumplido, en todas ellas, lo que exigía la gloria de Dios. Y, sin embargo, prácticamente todas nuestras relaciones (con Dios, familiares, sociales) se hallan marcadas con el sello de la injusticia.

Ante esta situación, sin solución humana, Dios da al creyente una justicia: Cristo. Él es nuestra justicia, nuestra santidad y nuestra vida. Cristo lo es todo para un cristiano. Estas cosas son expuestas para disipar la inquietante sombra que proyecta en el alma de un hombre la aterradora idea de que la vida es efímera, que puede cesar de un instante a otro y que a su término hay que estar provistos —si no queremos vernos abocados a la desgracia— de aquello que nos permita comparecer ante Dios de manera tal que Él nos pueda aceptar.

Ésta es la parte del Evangelio que se predica y que es preciso predicar día y noche a los pobres pecadores —aunque sean hijos de cristianos— del modo más incisivo posible. No es el espíritu del hombre quien confiere a una predicación este carácter punzante, sino que el Espíritu de Dios califica a sus siervos a fin de que permanezca íntegro el poder de penetración de las verdades, poder sin el que éstas podrían parecer ya manidas. El Evangelio permanece intacto, su poder es tan real como el primer día. Y es que, para Dios y para la fe, las Escrituras son ajenas al transcurso del tiempo.

Esta parte del Evangelio hay que sabérsela para morir... Es preciso sabérsela pensando en que hemos de morir. Moriremos dentro de diez años, dentro de veinte o dentro de un rato: da lo mismo. Sí, porque el intervalo no nos libra ni resuelve la cuestión.

Esperamos que cada cual, aquí, haya recibido la respuesta de Dios a la pregunta planteada, la solución al problema más importante de la existencia, a saber: que Dios mismo ha puesto en orden las relaciones del creyente con Él y que esta medida lleva una firma que no es la del creyente, sino la del propio Dios.

Esta nitidez del Evangelio en cuanto a la justificación del pecador no debe ser desdibujada en modo alguno. ¡Quiera Dios ayudar a sus siervos a mantenerla en toda su fuerza! Tan sólo la sangre de Jesús purifica de todo pecado y hace de un hombre injusto, cuyo fracaso es absoluto, un hombre capaz de sostener la mirada de Dios. Esta divina mirada se posa complacida sobre cualquier creyente que se halla aquí, convertido ayer o hace medio siglo, porque ese hombre se halla revestido con las perfecciones mismas de Cristo. He aquí la posición del creyente, he aquí lo que se precisa para estar tranquilo en cuanto al porvenir, en cuanto al más allá, en cuanto a la muerte, en cuanto a lo que sigue tras ella. La locura con la que los hombres se sumergen a diario en un mar de vanidades para no pensar en esta cuestión fundamental, capital, que debería preocuparles en todo momento de su vida, es un extraño fenómeno que, junto con otros más, muestra la innegable realidad de la caída del hombre y de la sumisión del mundo a su jefe: Satanás.

¡Dios nos ayude a hacer de las verdades reveladas verdades vivas! ¡Que nos ayude a aprehender estas verdades como algo vivo! El creyente posee la verdad y la luz. Dios le dice que se las ha dado. Dios está con él, y en él. Si Dios no fuese capaz de decirle a cada uno de los suyos que él es su hijo, ¿quién podría en todo el universo otorgar esta convicción a hombre alguno? ¡Nadie!

Pero sabemos bien (y Dios lo sabía aun antes que nosotros mismos) que precisamos algo más. Si necesitábamos un Evangelio para morir, también teníamos necesidad de un Evangelio para vivir. Pero muchos cristianos, tras haber aprehendido ardorosamente todo cuanto dice Dios en la parte del Evangelio referente a lo que es necesario para morir, parecen querer tomar lo menos posible de la parte del Evangelio que presenta lo que necesita el cristiano para vivir.

¡Bendito sea Dios por la dicha que poseemos! ¡Qué gozo nos da tener esta plena certeza! ¡Qué gozo nos proporciona poder dormirnos tranquilamente sin preguntarnos: «¿Y si muero?»! Es una pregunta que ya no nos preocupa, ya no nos turba, porque hemos asido de todo corazón, por la fe, la verdad que Dios nos dio al respecto. Como somos ya creyentes, Dios nos habla ahora como a tales, ¿y qué observamos? Que las páginas en las que Dios se dirige a nosotros, los cristianos, para ayudarnos a vivir en este mundo como Él lo desea, estas páginas las pasamos deteniéndonos menos en ellas e impidiendo que el poder de su contenido se grabe en nuestros corazones en la misma medida que se grabaron las verdades concernientes a la salvación. ¡Qué pérdida para nosotros! ¡Y, sobre todo, qué ofensa para Dios! ¿Acaso pudo Dios pronunciar una sola palabra superflua o inútil? Y, sin embargo, damos a entender que buena parte de las Escrituras es inútil, y que Dios mejor hubiera hecho callando en cuanto a ella.

Los capítulos 6 a 8 de Romanos son un ejemplo de esos pasajes de las Escrituras. Como todos sabemos, se hallan insertos en esta parte de la epístola a los Romanos en la cual el Espíritu de Dios ya no se dirige al pecador que tiembla ante la idea de que quizás sea arrojado al infierno, sino que se dirige al cristiano que debiera temblar — aunque no del mismo modo, pero temblar también— ante la idea —¡menuda idea!— de que puede ser hallado en este mundo en una posición contraria a la gloria de Dios y, por consiguiente, resultar un paladín al servicio del Enemigo del Señor.

Cuando un hombre se convierte, ¿qué es lo que la conversión cambiará en su vida? ¿Acaso no cambiará nada? ¿Acaso se ha convertido para tener los mismos pensamientos, los mismos afectos, el mismo porvenir terrenal, exceptuando que su horizonte, antes limitado y sombrío, se ha despejado porque sabe que, pase por lo que pase aquí abajo, irá al cielo (¡lo que es el gozo secreto de su corazón!)? ¿Para esto se ha convertido? ¿No debe haber cambios en el modo de vida de un hombre que se ha convertido? ¿No espera Dios que haya cambios en la corriente de pensamientos y en su actividad externa?

Dios nos instruye al respecto. Se sirve de muchos pasajes de las Escrituras para decirnos: «Habéis sido hechos hijos míos y os voy a ayudar a que lo demostréis». ¡Y tales pasajes son, probablemente, mucho más numerosos que los dirigidos al pobre pecador para que sea salvo!

Y es que Dios tiene mucho que decirnos, a nosotros, los cristianos; tiene muchas enseñanzas que impartirnos y muchos consejos que darnos. Sabe que somos frágiles criaturas, impenetrables e insondables —salvo por Él— seres enigmáticos, que no nos conocemos a nosotros mismos, pero Dios sí nos conoce y nos quiere prodigar todos sus cuidados.

En este capítulo 6 de la epístola a los Romanos, Dios define y nos recuerda, a nosotros, los creyentes, lo que es el camino cristiano. El camino del cristiano en este mundo no es el de un incrédulo; nunca lograremos convencer a nadie de que la intención divina ha sido que el camino del creyente se identifique con el del incrédulo. A cada uno le corresponde el suyo. ¿Y de dónde arranca este camino para el cristiano? ¿Cuál es su punto de partida? En cierto sentido, puede decirse que comienza en la cruz e incluso, podríamos añadir, que siempre vuelve a ella. Hemos visto, en este capítulo 6, que la Escritura aborda las difíciles cuestiones referentes al camino del cristiano. ¿Y de qué nos habla para responder a ellas? ¡Del pecado! Quizás algún cristiano diga: «Pero ¿por qué me habla Dios todavía del pecado, a mí que soy cristiano? ¡El pecado... el pecado...! ¡Dios yerra! ¡O, si no, no soy cristiano y soy yo quien yerra!». No, Dios no puede equivocarse; ciertamente se dirige al cristiano y le habla del pecado.

Nos habla del pecado no para alimentarnos con él, en absoluto, sino para que, por obra de su gracia, sepamos no vernos dominados por el contacto con el pecado que se halla presente en el mundo y en nuestro corazón. ¿Cómo seremos cristianos para la gloria de Dios, dada la condición en que nos hallamos aquí abajo? Resultará sencillo serlo en el cielo; será muy agradable; no habrá sino gozo al obedecer y servir a Dios. Pero hoy y ahora no resulta tan sencillo. ¿Por qué? ¡Por culpa del pecado! Y vemos aquí, con respecto a ese pecado que se halla en nosotros —nuestra naturaleza pecaminosa— que Dios proclama una buena nueva cuyo valor iguala, en su propio contexto, al de la buena nueva que anuncia a un pobre pecador cuando le dice: «Tus pecados son lavados con la sangre de Jesús». ¿Y cuál es la buena nueva que nos anuncia Dios acerca de la naturaleza pecaminosa que se halla en nosotros? “Habéis muerto” (Romanos 6:2, 6-7). ¡Qué buena nueva! Dios nos dice: «Habéis muerto, habéis sido sepultados. Y todo ello con una imagen: el bautismo» (v. 3-4). Dios nos lo dice —y bien lo sabemos— que cada uno de nosotros posee una terrible e indómita voluntad. La voluntad del hombre no ha sido domeñada. No se domeña la de un niño se le pone freno; pero, cuando éste desaparece, actúa la voluntad. ¡He aquí la raíz de todo pecado! La propia voluntad, tan sólo eso.

Cada uno de nosotros posee una tremenda voluntad. Ella se afirma de modo sutil violento, suave y pacientemente o de forma brutal, pero —sean cuales fueren sus diversas manifestaciones— cada vez que nuestra voluntad se afirma, pecamos; incluso si es en aras de la mejor de las causas: la gloria del Señor. Dios no necesita la voluntad natural de un hombre para la gloria del Señor; Él no pide nada de un hombre, nada en absoluto. La belleza del cristianismo, su grandeza, su carácter totalmente exclusivo, radica en que Dios se muestra rico, prodiga todo a los que se hallan en la más absoluta miseria. ¡A Dios sea toda la gloria! Y al predicar la verdad tal y como nos es ofrecida por las Escrituras, así damos gloria a Dios.

Dios nos conoce y acude en nuestra ayuda para que hallemos la paz, no ya referida a los pecados con los que cargaba nuestra conciencia hasta que creímos, sino la paz del corazón. Y también la paz de la conciencia con respecto a la raíz del mal que se halla en cada uno de nosotros: nuestra voluntad, la cual hace que nuestros miembros obren para deshonra de Dios. Nos dice, con respecto a esta fuerza que constituye nuestra voluntad, con respecto a esta energía interior que se manifiesta ya en el niño y se desarrolla con la edad, nos dice, con respecto a todo esto, que se denomina el viejo hombre: «Me he encargado de ello, lo he dado muerte... No sólo me he encargado de vuestros pecados, sino de lo que sois en vuestro ser interno y natural: enemistad hacia Dios, tan sólo eso». Y Dios nos anuncia: «Lo he condenado, lo he dado muerte». ¡Es una buena nueva!

En todas las épocas los filósofos han intentado en vano librar al hombre de lo que es por naturaleza. Las autoridades que Dios mantiene en este mundo, sociales o familiares, son frenos establecidos para sujetar la voluntad, esa peculiar energía propia del hombre que, de no ser así refrenada, originaría lo que se verá en los tiempos de la mayor de las tribulaciones acaecidas bajo el sol, la rebelión abierta contra Dios.

Pero Dios nos proporciona, en cuanto a esta voluntad, una liberación interior, un rescate individual. Nos dice: «Este poder, este viejo hombre, ha sido crucificado, lo llevé a la muerte». Sin embargo, este viejo hombre es la causa, en la práctica, de todas nuestras miserias, porque cuando se manifiesta —o sea, cuando nuestra voluntad se manifiesta— (y me dirijo a cristianos), destruye toda nuestra vida cristiana: nuestra felicidad, nuestra comunión con Dios, nuestra santidad, nuestra paz, nuestro gozo. No busquemos otra explicación al hecho de tener a veces un triste y mal día a lo largo del cual nuestras almas se hallan sin Dios. Si buscamos bien hallaremos que, en tal momento y referente a tal cosa, intervino nuestra voluntad e interrumpió nuestras relaciones con Dios. Así, en vez de tener el poder y la gracia de Dios para ser felices y libres hijos suyos, cuya felicidad es obedecer y hacer la voluntad de Dios, nos hallamos en la práctica como si estuviésemos sin Dios. ¡Cuán a menudo nos ocurre esto! ¿Y a raíz de qué? A cada cual le atañe saberlo, aunque también ocurra que no sepamos decir por qué hemos perdido la comunión con el Señor. Pero existe un motivo, porque Dios no permite que la perdamos sin razón alguna y conoce mejor que nosotros mismos nuestro corazón, tal y como está escrito: “Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas” (1 Juan 3:20).

Los progresos del cristiano se traducen en su vigilancia y cuidado para no perder la comunión por cosas que nos parecen detalles.

Dios nos dice: «Vuestro viejo hombre ha sido llevado a la muerte, vuestro viejo hombre ha sido crucificado». Y no se trata, para Dios, de una simple imagen, sino de una realidad; ha sido crucificado con Cristo. A quienes no se han convertido, el Evangelio les dice: «El que cree en Jesús es lavado de sus pecados». Esto, el cristiano lo recibe sin reserva alguna. Para los cristianos, añade: «Vuestro viejo hombre ha sido crucificado; Dios ha condenado el pecado en la carne; Jesús ha muerto, vosotros habéis muerto con Él». Nosotros, los cristianos, hemos sido sepultados en la muerte y podemos vivir teniendo sujeto a este mortal enemigo que no nos abandona en ningún momento, pese a que Dios lo condujo a la muerte. ¿Y cómo tenerlo refrenado? ¿Cómo puede lograrse esto? Este árbol, esta raíz de todos los malos frutos, ha recibido su mortal golpe de gracia. Era preciso que este ser pecador recibiese el justo castigo que merecía, una condena. Es lo que hallamos en estos capítulos: Dios ha condenado el pecado en la carne. No está escrito que Dios perdone al viejo hombre. No, lo condena. Nos perdona los pecados cometidos, pero en ningún momento, nunca jamás, perdona al viejo hombre; lo ha ejecutado, lo ha llevado a la muerte. Como a este viejo hombre le ha sido aplicada la sentencia de muerte —la única que merecía— Dios nos anuncia que, al haber aplicado su justo juicio a este ser interior —enemigo suyo— gozamos ahora del privilegio de darlo por muerto. En ningún sitio hallamos escrito que tengamos que dar muerte al viejo hombre, pero sí los actos que le son propios. Cuando este viejo hombre, este árbol malo, brota, es —por ejemplo— un retoño de ambición que asciende y llega hasta nuestro corazón, sentimientos de vanidad, algo de coquetería, un rebrote de mundanidad, de amor al dinero, de fraude, de mentira o engaño bajo cualquiera de sus formas. Tenemos, entonces, el privilegio de acudir a Dios, sabiendo que un ser que produce tales frutos fue castigado con la muerte en la cruz. Y le pedimos a Dios que nos ayude a cortar esos tallos que crecen y a librarnos de esas inclinaciones que siempre pujan, de un modo u otro, por manifestarse en nosotros, los cristianos.

¡Queridos amigos, nada hay comparable a la dicha de poseer la verdad! ¿Por qué, pues, a menudo vamos por el mundo como si llevásemos nuestras manos cargadas de cadenas? En vez de ir como hombres libres —y sólo lo son los cristianos— vamos con cadenas en pies y manos; y, lo que es peor, atados por cadenas cuyo primer eslabón se hunde en nuestro corazón. En lugar de ser gentes libres, como deberíamos demostrarlo, a menudo tenemos un rostro que semeja el de un esclavo, y eso no es propio de los hijos de Dios, no redunda en gloria para Dios. ¿Acaso queremos parecernos a un pueblo de esclavos, siendo que Dios estampó en los suyos el nombre de su Hijo? ¿Permanecemos indiferentes ante esto, o arde nuestro corazón por hallarse en este mundo con y por el Señor? ¿Anhela nuestro corazón mostrar a través de lo que somos y de nuestro modo de vida que pertenecemos al gran Vencedor de todos los enemigos de Dios y de los suyos? Tal debería ser nuestra vida, la vida de los cristianos.

Cuando las inclinaciones del viejo hombre aparecen en nosotros —y ocurre que todos los días, de un modo u otro, pueden manifestarse— es preciso que acudamos a Dios, al Señor Jesús, y le digamos: «Señor, mira hacia dónde se inclina mi corazón; mira la tendencia que se halla en mí». Se lo confesamos y, como murió en la cruz —y nosotros también con él— como todas las cuentas fueron ya saldadas, la gracia nos es concedida por el Señor, esa gracia que nos libra de un poder que, de no ser por esto, resultaría ser más fuerte que todos los cristianos juntos.

El recurso para lograr la libertad y la salvación del alma está en el Señor. No existe ningún otro. ¡Qué maravilloso es el Evangelio de Dios! Sondea al hombre, conoce toda su estructura moral y nos da lo que precisamos para ser felices en el Señor. ¿Sabemos apreciar estos beneficios?

El Evangelio nos dice: “Vosotros consideraos muertos”(Romanos 6:11). No se trata del cuerpo físico, ya que éste no es la fuente de energía del viejo hombre, sino tan sólo un instrumento. Así, leemos que este mismo cuerpo físico lo hemos puesto —y junto con él las facultades intelectuales y morales que forman con él un conjunto organizado, un organismo— al servicio de esta voluntad interior que es la del viejo hombre, “los designios de la carne” (8:7). Ahora que somos cristianos, se nos exhorta a emplear estas facultades para la gloria de Dios: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (12:1). ¡Éste es el cristiano!

No es que un cristiano se haya vuelto perezoso ni menos inteligente al convertirse, al hacerse cristiano; pero sí que sus facultades y capacidades han cambiado de amo1 .

¡Ah!, ésta es la vida cristiana! El Señor, la Palabra de Dios, una espada aguda de dos filos, llega; y llega para penetrar hasta lo más profundo de lo que somos, excavando y horadando, no perdonando nada de todo cuanto pertenece a nuestra propia voluntad. ¡No esperemos la gracia de Dios para sobrellevar, absolver o halagar nuestra voluntad, ni tampoco esperemos el beneplácito del Señor para con los frutos del viejo hombre! ¡Jamás los obtendremos! Las simpatías del Señor están garantizadas para los cristianos en lo que se refiere a su condición, a su debilidad, a lo que los aflige. Pero nunca las tendremos para lo que se relaciona con el mal. El Señor, por el contrario, se opondrá a nosotros en todo aquello en lo cual permitamos que obre nuestra propia voluntad. ¡Él es fiel!

“Vosotros consideraos muertos” (Romanos 6:11), “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús” (2 Corintios 4:10). Esto no significa que hayamos muerto a la naturaleza, sino que todo cuanto se traduce y manifiesta en inclinaciones que no son según la voluntad de Dios, todo cuanto no proviene de Dios, debe ser vigilado de cerca y juzgado; éste es el secreto de la felicidad.

En nosotros, los cristianos, hay dos naturalezas. No resulta posible alimentar a ambas; si nutrimos al nuevo hombre, el viejo hombre no se desarrolla; si cuidamos al viejo hombre, el nuevo hombre permanece perfecto en su naturaleza, pero no crece. Si el viejo hombre es considerado muerto, el cristiano va progresando; en vez de seguir viendo en él muchas cosas que se veían diez o veinte años atrás, se observa que ya no es el mismo, se nota que Dios está con él, que su relación con Dios es real. Sus reacciones tienen, ahora, mucho más que ver con Dios; y la naturaleza —luego, con mayor razón, la propia voluntad— tiene menos cabida en su vida. ¡Dichoso el cristiano que anda por ese camino en el que todos los días se visita a la muerte! ¡Bienaventurado es! ¡Y dichoso es aquel al que el Señor guarda mientras hace progresos! Lo que en él hay de mortal y condenado se halla, en la práctica, entregado más y más a la muerte. Uno ve entonces cómo calladamente se le ensancha el alma. Y esto constituye todo una maravilla; es un fruto que el Señor hace madurar para gloria suya en la eternidad.

¿Acaso este proceso hará disminuir en los santos el celo y la abnegación por el Señor? De ningún modo. Simplemente lo purificará, ya que nos es dicho: “Presentad vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1). Se trata de nuestra vida entera.

Supongo que, cuando repasamos con el Señor todo cuanto hayamos podido hacer, cuando pensamos en el servicio, en la actividad que nos confía, nos vemos obligados a reconsiderar muchas de nuestras apreciaciones. Y si hay más luz en nuestra alma, nuestra apreciación varia, nuestro juicio acerca de nosotros mismos se torna más profundo. Es un estado bienaventurado que no hará disminuir nuestro celo, pero que, en cambio, hará que nuestra obediencia sea mayor. Así, en vez de marcharnos cuando el Señor nos está diciendo que nos quedemos, o viceversa, prestaremos atentos oídos a lo que nos dice. ¿Acaso hay algo superior para un cristiano? No ¿Existe, para esto, otro secreto que no sea el de obedecer? No, no hay otro. Un siervo decía: «Si el Señor me hubiese encomendado como misión la vigilancia de la puerta, me aplicaría a hacerlo a fin de merecer la confianza de mi Amo». Poco importa lo que Dios nos encomienda, lo que importa es cómo lo hacemos y el hecho de que hacemos la voluntad de nuestro Señor. Se ha dicho que un ángel que fuese enviado por el Señor para barrer las calles, hallaría su gozo en hacerlo. ¿ocurre lo mismo con nosotros, queridos amigos? ¿Se encuentra este principio en nuestro corazón? Si así es, poseemos la felicidad. ¡Pero, desgraciadamente, cuán mezcladas se hallan nuestras dichas en la práctica!

“Consideraos muertos”; y tenemos el privilegio de entender y experimentar esto en toda su profundidad, porque no nos hallamos bajo la ley, sino bajo la gracia. No podéis decirles esto a vuestros hijos inconversos, pues sería una crueldad. Se le pide esto a un cristiano porque él tiene un recurso, en tanto que la ley no ofrecía ninguno.

Situar a un hombre bajo la ley es pedirle que reniegue de si mismo, pero sin darle la fuerza necesaria para hacerlo, es sumirlo en un terrible estado en el que se convertirá en el mártir de un sufrimiento infructuoso.

En cambio, para el cristiano, ¿cuál es el poder que se halla en él? ¿Cuál es el poder de la vida divina? No es esta vida en sí misma, sino el Espíritu Santo. En todo y para todo, él es el poder del cristiano.

¡Que el Señor nos ayude! La vida cristiana —y esto es algo que se ha dicho en numerosas ocasiones— está hecha de detalles. De dos cristianos que atraviesan circunstancias semejantes, el uno encuentra la oportunidad de aprender algo con el Señor, de descubrir en sí mismo una mala inclinación y de juzgarla; el otro, quizás sencillamente se endurece un poco más.

“Consideraos muertos”. Bajo la gracia, tengo a Cristo y al Espíritu Santo; poseo una nueva naturaleza, un poder que es el Espíritu Santo, y un objeto para mi corazón que es Cristo. Todo aquello que Dios pide que le consagremos, le pertenece. El cuerpo no es sino el instrumento que podemos consagrar bajo la obra de Dios efectuada en nosotros por Él mismo.

Podemos recorrer las bibliotecas del mundo entero, consultar a los sabios de todas las épocas, pero no hallaremos esto en otro sitio que no sea la Escritura. Un niño convertido que emprenda este camino, conoce más acerca de la verdad eterna que todos los filósofos del mundo.

El capitulo 8 describe el estado cristiano; el Espíritu Santo, como persona, mora en cada uno de los cristianos. Como poder de la nueva vida del cristiano, da testimonio, junto con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Nuestros amigos pueden comprobarlo, pero es Dios quien nos lo atestigua.

¡Que Dios nos incite a no olvidar que ya no nos pertenecemos! Resulta difícil, ya que el mundo nos atrae, a pequeños y mayores —al viejo, al joven, al pobre, al rico, a cada uno— ese mundo que nos rodea, y también esa voluntad que se halla en nosotros y que, con toda cordialidad, le da la mano al mundo para hacernos tropezar. Encima, estos dos enemigos que siempre tenemos se hallan dirigidos y manipulados por el diablo. Para enfrentarnos a esto necesitamos recursos plenamente divinos, nada más. Nunca jamás la moral, ni siquiera la cristiana, ayudará a un hombre cristiano a caminar, del mismo modo que tampoco lo ha podido salvar; es Dios, en nosotros y con nosotros, quien nos ayudará a no dejarnos seducir por el mundo. ¡Necesitamos tan poca cosa para morder el anzuelo!: un poco de codicia, un pequeño fraude, algo de coquetería, una pequeña claudicación ante «todo el mundo lo hace»; para algunos se trata de un poco más de dinero... Y no se trata de mirar a mi hermano; no hallaré fuerzas al obrar así, sino juzgándome a mí mismo de cerca. Este enjuiciamiento debe ser permanente; si nos lo aplicásemos continuamente, nos hallaríamos sumidos en una paz ininterrumpida y, de este modo, glorificaríamos a Dios en este mundo. A todas luces resultaría evidente, y se diría: «La fuente de sus vidas no está aquí, las raíces que alimentan sus almas no se hunden en este mundo». ¿Dónde, pues? En la verdad y la gracia divinas.

Desconfiemos del mundo: podemos amarlo por medio de cosas que parecen no ser nada o que incluso pueden ser muy legítimas. Lo que en la práctica nos hace ser más fuertes que las seducciones del mundo es estar en comunión con Dios, con el Señor. Y, para ello, es preciso que el Espíritu Santo no esté compungido, que el mal, en nosotros, sea juzgado. Si hoy hemos faltado en algo, confesémoslo al Señor cuanto antes y no descansemos hasta que la comunión haya sido restablecida. ¡No permitamos que se interrumpa!

¡Pero —dirán ustedes— entonces tenemos que estar siempre en guardia! Sí, pero no resulta enojoso; estamos alertos, pero somos dichosos por lo mismo: tenemos a Dios con nosotros, y somos libres porque hacemos la voluntad de otro. El gozo de un cristiano radica en hacer la voluntad de Dios, lo que era la delicia de Cristo.

La obediencia cristiana consiste en no moverse sin una orden de Cristo. La obediencia de Cristo era el principio mismo de todo cuanto hacía. Así debería ser nuestra obediencia. Si fuésemos fieles, nunca sería necesario que se nos parase por el camino. Nuestro camino sería, ya desde el inicio, el de la obediencia. En el cielo no haremos  más que obedecer. ¡Qué maravilla!


¡La maravilla es quizás mayor aquí en la tierra!

(Extractos de una meditación sobre Romanos 6 a 8) 

 

  • 1Han sido renovadas en el “nuevo hombre”(Efesios 4:24), porque “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17), nuestro “entendimiento”, entre otras (Romanos 12:2). Su renovación es efectuada por el Espíritu Santo (Tito 3:5), para que “así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4) (N. d. E.).